Siente miedo en su propia casa. Está más insegura de puertas para adentro que de puertas para afuera. Oye la llegada del ascensor a su planta y desea que sea el vecino el que llegue y no el maltratador que habita con ella. El sonido de la vuelta de llave suena amplificado, como la del carcelero que te abre la mazmorra. Comienza entonces ese silencioso miedo que solo ella conoce.
La mesa puesta, la comida que lenta se calienta en el fuego, la bebida fresca en la nevera, la cocina limpia, la fruta que le gusta presidiendo el frutero, la cama hecha, el salón recogido… todo, una y mil veces revisado; todo para no despertar a la fiera. Pero por mucho que lo intenta la fiera siempre se despierta cuando llega a casa. Solo duerme mientras está en la oficina, mientras visita a sus padres, mientras toma algo con los amigos en el bar de la esquina… Es el olor de su presa la que la despierta y su presa es solo ella. Es por eso por lo que no levanta sospechas, por lo que nadie, ni por asomo, podría imaginarlo.