Ociosa y acalorada, cierro los ojos y me dejo llevar por el deseo. La brisa marina del Atlántico acaricia mi piel. En una playa desierta y salvaje, la suave arena masajea mi abandonado cuerpo que se entrega al confortable, cálido y sedoso abrazo. Las olas, instaladas en el fondo del oído, nacen y rompen en la caracola interna con el justo compás que acompasa la realidad del tiempo… Sin mascarilla, respiro la inmensidad del océano. En el lugar que me encuentro no hay virus ni ecos de pandemia.
Como un susurro, se apoderan de mí, en este estado de absoluta placidez, pensamientos del filósofo cordobés nacido allá por el año III a.C: «Hay que saber afrontar las contrariedades sin desgarro, saber aceptar los reveses de la fortuna, asumir que la realidad escapa a la voluntad del individuo… Tener fortaleza y dominio sobre la propia sensibilidad y fundamentar la existencia en el equilibrio de la mente y en la liberación de las pasiones».
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